jueves, 16 de marzo de 2017

Eros.



Fui un masturbador empedernido desde los 5 años.
 Exhalaba volutas de excitación en la cabecera de mi
cama de bebé. No sentía culpa ni miedo. No había
porqué.
En primero de kínder, sucedió un "grave" incidente
cuando una niña de 6 años me jaló al baño a jugar el
juego de "enseñarnos nuestras cositas".
Indiferentes y en completo estado de inocencia,
dejamos la puerta entreabierta; en lúdico juego estábamos,
cuando una maestra, la más beata, azotó la puerta y empezó
a gritar como loca ¡Pecado! ¡Escuincles sucios!
El corredor se llenó de chiquillos mirones y de maestras
de maternal: fuimos exhibidos como sexotraficantes.
Y nos llevaron a los separos de la dirección en calidad
de detención preventiva para ser consignados ante
la más elevada autoridad: Dios.
Mi madre llegó a la hora del recreo (al que no podiamos asistir
por culpa de la beata); abogó por ambos; por jugar a lo que todo
infante juega en su despertar erótico.
La bronca se hizo más grande cuando llegó la mamá de mi amiguita:
exigía a las autoridades medias (subdirectora), como castigo severo
y ejemplar, me expulsaran por depravación, faltas a la moral
 y a la decencia y  por "abuso infantil";
(supongo que Dios la palomeó como firme
candidata para el infierno.)
La subdirectora sorprendió a todos con una sonora carcajada...
"¡A ver, mamá de Cintia! ¿Sabes tú pedagogía, has estudiado sicología?
¿Nunca jugaste de niña al doctor con tus amiguitos de la infancia?",
dijo con categoría. Al parecer sabía información clasificada sobre
 esta mujer (las malas lenguas rumoraban que cambiaba de amantes como de pantis).
La argüendera guardó silencio de momia, tomó
la mano de Cintia y salió con el rostro colorado.
Cintia jamás volvió. Yo fui liberado al instante, todavía chuté diez
minutos el colectivo balón de mi salón y me fui en taxi con mi maná.

JC

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