viernes, 21 de septiembre de 2018

Infancia

Las paredes para dibujar rostros: el tuyo. Todo es esa pared, es lo único que existe y si la pared fuese  espejo, la vida toda cabría dentro. A los 6 levanté  la pared, ladrillo por ladrillo, le añadí una mezcla de harina blanca y arena de la  primera playa que pisó mi pie;  la apuntalé con metal, era una pared con alma de metal. Medía 6 metros y la adorné con luciérnagas y mariposas ; mi despertar sexual está impreso en ella; como en la poesía la cualidad del objeto equivale a su virtud: en la superficie coseché gérmenes de constelaciones; poemas de escuetos fonemas; las matemáticas del amor y las pasiones.
Finalmente era un mural, un collage emocional, un espejo donde cabalgaban caballos arrastrando carrozas. Un muro vivo. Remedios Varo bajaba de su telaraña a pintarlo: su simbología daba vida a la red de venas, ventanas, unicornios y covachas lumínicas. Con frecuencia, códices de músicos y danzantes representaban mi adolescencia en lúdicos entremeses. Tú, mi primer amor, corrías la pradera con los pechos desnudos y yo te perseguía con el sexo al aire agitado como un colibrí.
Mi pared es insustancial, de átomos que resbalan en los dedos cuando la traspasa mi mano ¿no es un misterio? ¿eres transparente, amor? ¿es verdad que esa rosa de cristal brotó de tu pecho traslúcido? ¿que escribí la mas hermosa canción que jamás alguien te haya escrito?

Cuando rodeé a mirar qué había detrás  de mi pared, tropecé con mi espalda.

 JC.

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