lunes, 23 de diciembre de 2019

A los suicidas.

Escribo a los suicidas que consumaron su muerte;
 a sus almas que habitaron entre nosotros y que sólo algunos
percibimos y olfateamos cerca por su peculiar perfume a naranja
o Azalea.
A los que eligieron el instante propicio e íntimo para lanzarse a los
brazos de esa noche por propia voluntad; y
sin juicios morales de por medio, honro sus motivos si acaso los
hubo, o si son un misterio aun para sus almas.

Confieso haber pensado e incluso planeado mi suicidio: saltar de un
balcón o de un puente para darle fin a esta vida de enfermedades
adheridas como "Los tres Jinetes de mi Apocalipsis personal", y sobre
todo en fin de año para no padecerlas nunca más.
Pero antes elegí la ruta del cobarde: beber, drogarme, asirme la camisa
de fuerza con una lucidez que ningún siquiatra cuestionaría: cada poema
fue un epitafio, el remedo de un testamento, un mensaje desesperado
en una botella flotando en el mar.
Arde la cara de vergüenza no de frío al escribir estas lineas.
Recuerdo haber asistido con una médium, su casa olía a parafina e
incienso, y también a madera antigua. Era una mujer vieja y sábia, lo
supe a penas escuché sus delicadas palabras. Tenia la cabeza blanca
y hondas arrugas en el rostro, su aliento era dulce.
En trance me rebeló como en vidas anteriores me quité lo más sagrado:
la vida en un cuerpo humano que, por méritos propios,
había conquistado como medio para la iluminación; tan valioso regalo lo desprecié por la profunda ignorancia de la conciencia divina arrastrada a lo largo de eones.
El duro ascenso a la cima de la montaña,  y por un descuido, la caída al abismo más oscuro.
Millones de vueltas a la luna, hasta desprenderme de su órbita y, finalmente,
fundirme con el universo.
Ese es el destino del alma humana...

Terminada la sesión y con la  vela de la verdad en la cueva del corazón,
regresé a reconocer que en el So Ham de mi respiración, habita el  omnisciente Ser.

JC

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