martes, 19 de julio de 2016

Prosa.



No te anudes los ventrículos ni ates tus tenis en la pleamar de

la luna.

Naciste en un mundo inmenso lleno de suicidas con

corbatas ceñidas a la garganta.

Llora sobre mi hombro si quieres, llora cuando sepas cuan

lejos estas del amor.

Una costra de edificios viejos cayó al océano en silencio;

mediaban los cincuenta y tu eras todo lloriqueos y pañales.

Sabrías,  poco después, del salvajismo humano y su contraparte:

aquel humanismo sublime que se asomaba en el arte y la cultura;

que había seducido tu alma, y finalmente, te convertiría en un

sobreviviente.

Eras un alma solitaria encerrada en una covacha confeccionada

de cartón, madera y una ventana por donde escapaba el humo de

mariguana que jamás compartías.

No estabas a la moda. Eras antisocial y quizá, esquivo con un grado

de paranoia.

La rebeldía te salvó la vida muchas veces. Tu rebeldía era

extraordinariamente seductora e inteligente.

 Nadie pudo coger tu mente y deshuesarla ni amaestrarla en ese

circo nombrado "familia normal".

De los seis a los nueve, diez, doce, sufriste la violación a tu intima

integridad.

Te visitaba el terror: un viento del norte terriblemente frío se metía

en tu cama.

Era la orfandad encubierta bajo sus abrigos viejos, rasposos, hirientes.

Eran los golpes en la espalda que le sacaban un profundo llanto

al corazón.

Era estar conviviendo con el polo norte de esa habitación ultrajada,

maldita, buscando rastros de ternura en el piso.

Tristísima la canción que se escondió en un recoveco como la Ana

Frank de los sótanos prohibidos, temidos.

Fue morir.

Morir para renacer.

JC.





























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