sábado, 27 de enero de 2018



Nací de un acto de tristeza, en el enorme minuto en que la tristeza  llovía

de noche.

No sabía gritar como los bebés de la primavera; verdes por dentro,

hermosos por fuera.

Un blues escupieron mis pulmones y entonces, mis padres suspiraron

aliviados.


Fui un pedazo de algo que navegaba en las corrientes del viento;

como un jirón de alma o cosa parecida.

Así crecí: en la soledad de sal que carcome la madera de los barcos,

 como el caracol sordo del mar.

Uno se va haciendo a la idea de morir de vejes en la infancia.

Ahogado en los segundos,

en el silencio que perpetúa la naturaleza sombría de las cosas;

entre muebles de silencio, paredes de silencio,

universos de silencio, y es él, el silencio mismo quien grita a viva voz

 y

se encima pesadamente en el tejido de los labios.

Difícil vivir así, derruido, deprimido como hoja de sauce llorón;

a expensas del viento rebelde y caprichoso.

A los 18 tuve una crisis de identidad: no sabía si era varón o perro;

la euforia

y algarabía hicieron que me inclinara por ser un perro,

mas a escondidas era varón.

Por eso lamí el rostro a mi primer amor,  y a solas, fornicamos.

Por primera  vez acaricié y apasionado besé las manos de  una mujer:

que de día  eran orquídeas y de noche, dos vivas palomas.

Dado el dobles misterioso del tiempo, llegué por arte y maña,

a los 60 y aún no muero; aún pervivo bajo el roble del jardín:

no será sorpresivo el final,

pues dos agujas prenden mis alas aún inquietas en un tablón.

JC







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