miércoles, 4 de marzo de 2020

Recoge los pedazos de la alfombra.
Mi alma de cerámica está rota.
Y hay una regazón de lágrimas al
rededor de la cama que podría
cortarme las raíces del amor.
Si hubiera un pegamento que resarciera
ventrículos, auras, toda palabrería ácida
que
uno a otro nos escupimos al rostro...
Duelen los divorcios por sus filosos cuchillos
que tasajean esos delicados lazos invisibles
que uno llama amor o querencia.
Y uno sufre como árbol al que le arrancan ramas.
La sabia que brota de las heridas es de jugos sexuales
y caricias y agua de llanto; la soledad también sangra
recuerdos y ficticios re-encuentros.
Pero, aún más: la soledad se hace un traje con la piel
de nuestra propia tristeza y se pasea doliente por corredores
y retratos.
Debiera la ciencia inventar sueros de alivio, píldoras que
suturen el duelo por dentro, transfusiones rápidas de olvido.
Es terrible entrar al territorio de la soledad propia y dejar de ser
acompañante y cómplice.
Por eso amar es un acto flamable, peligroso.
¿Preferimos quedarnos quietos así como estamos?
¿Es cierto que amar es vivir?
¡Sí, definitivamente, sí!
No hacerlo es morir de tedio de uno mismo;
de cargar ese costal pesado
y arrastrarlo por la calle de la fatiga.

JC

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